jueves, 21 de enero de 2016 in

Villarroya y…cuando lucia el carburo






Villarroya y…cuando lucia el carburo

Aquella mañana les interesó a los viajeros pasear por calles que, tiempos ha, les fueron familiares y hasta entrañables y hoy se encuentran señalizadas en su nomenclatura con materiales en cerámica y cristal, sujetadas, cada una de ellas.  Cada una están suspendida a la pared con clavos antiguos rescatados de las vigas de casas del pueblo derribadas, lijados y pulidos, encontrados entre las ruinas de las casas. Así en nuestra andadura nos encontramos y pateamos por la plaza de D. Pedro Celestino Jiménez; plazas de la escuela y de la iglesia; calle Calvario que es la calle más larga y representada por el castillete de la mina; calle capellanía; Barrio Bajero; la fuente; sol; las eras y cortijo, todas ellas adornadas con símbolos que van desde la silueta de la iglesia, pasando por la boca de la mina, una encina, el lavadero, la representación de un horno comunal, un panal de miel y hasta una almazuela en homenaje a las abuelas que remendaban mantas con pedazos.

Y recorriendo, fundamentalmente, la calle Calvario y sus adyacentes fue donde nos dimos cuenta de que el carbón tuvo su fulgor y, también, su oscuro ocaso bajo las entrañas de sus viales. Y que era bajo el tuétano de estas arterias donde comprendimos que aquí todavía era posible rastrear las huellas de un pasado de caras ennegrecidas, de pico, pala, barrena y carburo a pesar de que ahora todo está en silencio y donde antes, en un tiempo no muy lejano, hubo jóvenes eximidos del servicio militar por trabajar en las minas, galerías, lavaderos, vagones, barreneros, escombreras humeantes, que ahora están cubiertas por los olivares, pinos y carrascas que envuelven toda esa ondulada  tierra.

Deambulando en silencio por sus calles y contemplando las grietas con las que sus casas, costanillas y plazas se desvanecen como sombras de hollín adornadas no hubo otro remedio que pensáramos en ese asesino silencioso, ese golpe de grisú que de vez en cuando sorprendía y enlutaba a los hombres y mujeres de la minería de esta villa de la comarca de Cervera del Río Alhama tras la lucha mantenida por la supervivencia y es que el oficio fue duro y peligroso, pero, durante años, cimentó la prosperidad de este pueblo.

Cuando nos cuentan que, a día de hoy, solamente quedan seis vecinos en su municipio que tienen por orgullo haber depositado el voto en las últimas elecciones generales del pasado 20 de diciembre y de forma presencial en un minuto, es de agradecer que sea ese el minuto de gloria de esos sus vecinos que hasta son capaces en su solidaridad minera de ponerse de acuerdo para tratar de ser el primer pueblo de España que antes vota y cierra el colegio electoral. No quieren pensar los viajeros que sea sólo esto para lo que han quedado los seis habitantes de este pueblo minero, sino también para que los viajeros nos demos cuenta de la tristeza que comenzó a rondar por este pueblo al entrar en crisis el combustible fósil que los arrinconó en su pobreza, que les condujo a que la luz del carbón se apagara y que las caras negras de los mineros difuminasen sus rostros dejando de circular por las calles de esta su localidad amada. 


La vida en este pequeño y sufrido municipio, nos dicen, entrañaba vagonetas llenas de carbón, plazas ennegrecidas por hollín y un humo denso sulfuroso quemando en las escombreras y visible desde varios kilómetros a la redonda. La prosperidad de este enclave dependía de las bocanadas que se lanzaran a cargar camiones desde esas gigantes torres de hierro y ladrillo, repletas de torvas cargaderas de ese carbón que hasta que en los años ochenta se decretó que su misión era lo suficientemente poco rentable como para cerrarla. No diremos que estas minas multiplicaron una población en unos pocos centenares de habitantes, no. No vamos a decir que, alrededor de la plaza de la iglesia, brotaron barrios nuevos para alojar a los trabajadores-mineros, ni tampoco diremos que se creó un cine para el divertimento de su contada población. Si diremos que hasta hubo un economato minero, una fonda y hasta unas escuelas. Y, también, una bonanza, gran bonanza, que el pueblo se disponía a vivir.

Y que, aun no sacándose carbón ahora, todavía quedan muchas veteranas manos que hoy empuñan un bastón y que tienen una larga historia en común con el carbón, tanto que todavía quedan hombros para pasear a santa Bárbara, su patrona, por este bien arreglado y sobrecogedor pueblo, donde en su fiesta son capaces de rememorar muchos, demasiados, turnos de trabajo donde era inevitable echarse alguna que otra cabezada que aliviase el cansancio. Y, también, anécdotas, alguna anécdota de las jornadas laborales bajo tierra que sólo ellos entienden: “El polvo, el polvo, me acuerdo del polvo negro en el fondo del pozo. Y de su precariedad cuando nos cuenta el minero que: “teníamos un barreño en el que nos limpiábamos al acabar la jornada, porque salíamos negros. Conseguimos que nos pusieran una ducha cuando estaban a punto de cerrar y lo conseguimos”.


Hoy, en las lomas que rodean el pueblo, todavía quedan torretas levantadas. Y hasta la imaginación nos conduce a fantasear con parte de las estructuras del artilugio que transportaba las vagonetas de carbón desde la boca-mina directamente hasta el complejo cargador, hoy con apagón anunciado. Hemos rebuscado información y, ni siquiera, encontramos ni en la primera, segunda o tercera planta entre ese cementerio de papeles donde descansan para ser ojeados cientos de rollos de información. No los había. Sólo descansando en las paredes lucidas de blanco de una habitación desvencijada, nos encontramos pintarrajeadas anotaciones de cifras de vagonetas portadoras de la producción de la mina, números que tras el cierre de la galería carecen de sentido.

La vida tal como vino se fue. Hoy en invierno habitan 6 personas que viven de espaldas a la mina. La recuerdan con el pesar de que no se haya hecho nada con ella. Las entrañas siguen ahí dormidas y tendrán que esperar a que alguien venga a despertarlas.  Todo está invadido por rastrojos, cristales y restos de ladrillos, cemento, derrumbes que hierros retorcidos y herrumbrosos. La desidia y el abandono de las afueras del pueblo cubren los suelos, mientras las torretas de las boca-minas se levantan orgullosos a las faldas del monte Gatún, aguardando que alguien vuelva a llenarlos de vida. Aunque cada vez, la vida esté más difícil. ¿Quién sabe si por su aridez, frialdad y hasta ruinas de tierra abandonada pueden servir para ser escenario de rodaje?  Y mientras tanto, y para su satisfacción, los lugareños han vuelto a colocar la placa al comienzo de la calle del Calvario tratando de honrar al minero.  Vale.

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

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