miércoles, 18 de marzo de 2015 in

“Este que veis aquí, de rostro aguileño...”





 “Este que veis aquí, de rostro aguileño...”

¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo! (Miguel de Cervantes)

Se le acabó la paz a Miguel de Cervantes, también, a su mujer. Las investigaciones en el Convento de las Trinitarias han tocado fondo y las excavaciones nos han aportado la siguiente conclusión: “los huesos del autor del Quijote están en un osario, aunque no hay certeza posible a través del ADN ni capacidad de "individualizar". Es Miguel de Cervantes, seguro, seguro, seguro... bueno, casi seguro”. Después de casi cuatro siglos de tierra y polvo, los historiadores, que durante los últimos años han investigado en el subsuelo de la cripta del Convento de las Trinitarias de Madrid, ubicado en el Barrio de las Letras, tienen la certeza de que ahí están los restos del escritor, lugar en el que ordenó lo enterrasen, con silencio, solemnidad y pobreza, vestido con hábito de franciscano, y, según disponía la orden, con media pierna derecha descubierta.   

Anteriormente, en el 1615, y en el prólogo del segundo Quijote, había ofrecido al conde de Lemos los trabajos de Persiles y Sigismunda, señalándolos nada menos que como "el mejor libro que en nuestra lengua se haya compuesto". 

En esta fábula religiosa, dos castísimos e imperturbables amantes recorren en peregrinación media Europa solo para cumplir una promesa y poder casarse finalmente en Roma ante los ojos de la santa madre Iglesia Católica. Ése, por más que lo hayamos obviado, fue el testamento que Cervantes quiso dejar a sus lectores, como reflejo de su propia vida, pues, en abril de 1613, había solicitado su ingreso en la Venerable Orden Tercera de San Francisco. El 2 de abril de 1616, tres años después, en su propia casa, por hallarse enfermo hizo los votos definitivos y el 18 de ese mismo mes recibió los últimos sacramentos: "Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir". No se equivocó. Murió el 22 de abril en su casa, calle León, y al día siguiente fue enterrado en el vecino convento de las Trinitarias Descalzas. Su despedida del mundo, recogida póstumamente en el prólogo del Persiles, sigue siendo una de las páginas más emocionantes de la literatura española y un consuelo profundamente humano ante la muerte: "¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!".

Este hombre que nos dice adiós es el que en julio de 1613 se presentaba ante los lectores de sus Novelas ejemplares con este autorretrato jocoso: "Este que veis aquí, de rostro aguileño, frente lisa y desembarazada, de nariz corva, barbas de plata que no ha veinte años fueron de oro, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y esos mal acondicionados, este es el autor de Don Quijote de la Mancha". Señalo que, en este autorretrato,  nada queda de aquel soldado que participó en Lepanto. Nada se nos muestra de aquel cautivo que había resistido seis años en Argel. Y que apenas supuraban las heridas y el orgullo y nada había del hombre desengañado que había recorrido Andalucía recaudando impuestos ni mucho menos nada fluía de aquel cínico socarrón que se burlaba de la tumba vacía que los sevillanos construyeron para Felipe II. El que entonces se retrató sólo era un viejo atento, sobre todo, a la salvación de su alma: "Mi edad no está ya para burlarse con la otra vida". Y es que la religión, poco a poco, se había ido convirtiendo en el eje de su vida y de su pensamiento.

Los restos mortales de Cervantes, los inmortales yacen en las bibliotecas, siempre han estado donde hoy dicen estaban. El genio murió pobre, no tiene mausoleo y se mandó enterrar en ese convento con su esposa, y le hicieron caso, creyendo en "la resurrección de la carne y la vida perdurable". En todo caso, en la gloria perdurable de su obra. Para qué más. Y es que los restos de Cervantes, cuentan, han aparecido, mostrándose como  huesecillos, esquirlas y pequeñas agujas, poca cosa. ¡Ay! Aquí quedo: pensando en caballitos como Clavileño; al calor de la cuadra de Rocinante, hoy cuando escribo apetece; soñando con esa corrala donde siempre habrá camerinos para Sancho y el Rucio, Rinconete y Cortadillo, Cepión y Berganza, con sus conversacionales canes, y La Gitanilla, con música de “El Cigala”.  Sic transit gloria mundi. No somos nada. Vale.

Texto La Medusa, grabados Iconografía de Don Quijote. Copyright ©

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