La emotiva Navidad de la infancia
La emotiva Navidad de
la infancia
Ese modesto espacio donde la
tradición dice que nació el niño Jesús ocupa gran parte de los rituales
navideños de aquel hogar de niño, donde hoy se entrecruzan las ilusiones y
ritos familiares con la historia de esperanza, ilusión y recuerdo.
Estoy seguro que todos, La
Medusa también, tenemos recuerdos emotivos de infancia,-cada vez más lejana y
sin embargo más presente,- entre ellos se encuentran la evocación del período
navideño, época de frío corporal y calidez del alma, que nos llegaba
puntualmente con su hermosa historia, con sus leyendas ejemplares, los buenos
deseos de bondades imposibles, recuerdos encantadores y maremágnum de saludos,
abrazos, juguetes y estrellas y, sobresaliendo entre ellos, la construcción del
belén.
Recuerdo que, para ello, se
destinaba en la casa un lugar amplio, de fácil acceso, que en mi caso era ese
pasillo largo y amplio de la casa de los padres. Sobre una mesa, enorme y
antigua mesa, pintada en marrón, se disponía la plataforma, convenientemente
forrada con aquel papel de estraza con el que se protegían otros enseres, para
albergar, desde unos días antes de la Nochebuena hasta después de Reyes, el
tradicional nacimiento.
Una vez asegurada y
recubierta la entabladura, se procedía al acto solemne de convertir aquel
espacio limpio y despejado en una imitación de la Palestina romana. La madre,
siempre la madre, bajaba cuidadosamente del altillo la caja que, ella siempre
guardaba, contenía envueltos y reunidos a pajes, reyes, pastores, camellos,
soldados, lavanderas, ovejitas, corcho, papel de plata para el río y musgo, no,
el musgo no se bajaba, se reponía cada año fresco, húmedo y con ese olor
especial que él tiene, y empezaba la fiesta.
Nadie ayudaba a trazar los accidentes
orográficos o a ir colocando las figuras. Todos nos erigíamos en escenógrafos
competentes y tras algunas dudas dábamos por concluida la primera y genuina
colocación del belén. Quedaba así el curioso e imprescindible escenario como un
universo reducido y estático que albergaba personas, animales y cosas.
Todo quedaba como muy
estático. Pero todo tenía remedio. De remediar el estatismo ya se encargaban los
más pequeños, los más niños, empeñados en llevar a su casa a la lavandera, así,
de rodillas como estaba, o en hacer pasear por el adarve del medieval castillo
de Herodes a sus sanguinarios guardianes, o de marcar cada día un surco más en
la zona de labranza, o de arrojar más harina sobre las montañas para que la
nevada fuese copiosa. Eso sí, nos cuidábamos mucho de no tocar ni mover al niño
Jesús, ni al buey ni a la mula ni, por supuesto, al varón José y a María la
Virgen que, ritualmente, habíamos entronizado en su rústica cuna, que no era
otra cosa que un capazo rellenado de paja.
Cada año, al finalizar,
siempre, recordábamos que todos los nacimientos representaban al niño Jesús
sobre unas pajas en una cuna de madera, o en una gruta en un lugar
absolutamente desierto, o en una muy amplia caverna donde se reunían los
pastores y boyeros para encerrar de noche sus ganados, o en aquellas tenadas o
albergues donde, desde siempre, hubo un pesebre y allí es donde vino a nacer el
Salvador.
Y después y por ultimo
colocábamos las luces y el fuego, ese fuego que por el frío estacional reinante
nos conducía hacia, como heredada, la atracción por la lumbre.
La Navidad, ciertamente, siempre
es para La Medusa una época especial en la que tiene sentido la brasa del recuerdo.
Porque en Navidad hay encerradas muchas emociones y muchos recuerdos de
infancia pasada en la que nada había de egoísmo, mezquindad, soledad y la
ramplona realidad en un sueño diferente, que, al menos una vez al año, nos
congregaba para no sentir el frío del desamparo o la nostalgia de los buenos
deseos.
Texto y fotografías de La Medusa Paca. Copyright ©
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