viernes, 15 de junio de 2012 in

¡Por favor, que la mantelería sea blanca y mullida!


¡Por favor, que la mantelería sea blanca y mullida!


Si un día escribí que deseaba que el albornoz fuese de algodón blanco cuando empezasen a caer los primeros copos de nieve, hoy desearía ver cumplido el deseo de sentarme junto a mis amigos, los de siempre, aquellos que todavía quedamos y fuimos compañeros de escuela de la tía Macaria, de doña Eugenia y de don Emiliano. Sentarnos en el comedor del balneario, de nuestro balneario, de ese balneario pronto a reabrir sus puertas, en derredor de una mesa vestida con elegancia en la que la mantelería fuese blanca y mullida, colgando hasta el suelo para arropar las esquinas redondeadas de sus mesas. Que las servilletas fuesen de dos cuartas sobre la vajilla art déco y, no pidiendo demasiado, que los cubiertos tuviesen la solidez de plata maciza acompañando a la cristalería labrada al estilo de Bohemia.

Desearía abrir, cuando sea poco más de mediodía y las campanas la hayan tocado, la comida, untando de una terrina de mantequilla un trozo de pan recién horneado, a poder ser del horno de la tía Rufa o de la panadería de la tía Claudia. Estaría muy gustoso en elegir el primer turno que es cuando el apetito aprieta, fundamentalmente, cuando he despertado al amanecer respirando olor a espliego de las montañas cercanas.


Quisiera que los sabores llevasen la calidez de mi juvenil época. Desearía se respetasen los legados de la cocina de nuestras madres, que se perseverase en los productos óptimos criados y regados con las aguas de la “Fon-sorda” y que se fuese ajenos a esas innovaciones de densidades caducas, trabadas con salsas con crema.

Será un placer, como anunció el propietario, poder saborear pescados y mariscos traídos expresa y directamente del Atlántico galaico para maridarlos con las aves de corral que corretean por los alrededores del Balneario y con corderitos lechales o de pasto, a poder ser de madres chamaritas, asados en horno encinar de los montes comunales, haciendo caso al  gran cronista de nostalgias Mauricio Wisent. “Los platos mejores han de ser los de las especialidades locales de las que el chef se aprovisionará sobre la marcha”. 


Es mi deseo que además de un menú convencional desechen el vegetariano y no porque las verduras de los huertos de Fonsorda y Fonpodrida no sean verduras exquisitas, sino porque será más gratificante comer vieiras  al whisky con champiñón de la zona y un untado de foie de oca fresco, traído de la muy cerca Navarra, para recordar a Juan Valera cuando trataba de tranquilizar a su madre la marquesa de la Paniega.

¿Y si todo lo que acabo de soñar fuese servido por camareros o camareras reclutados entre los mejores muchachos de nuestro pueblo? Esto sí que sería el culmen del mayor placer. Sería consumar el gastronómico placer con todo un ceremonioso servicio. No desearía verlos vestido de aparatosas libreas, sino de la mejor manera dinámica, social y actualizada con signos encarnados de hospitalidad que siempre fueron la esencia de este pueblo.

Quisiera poder contemplar mientras como, desayuno o ceno, cómo vuelven del campo los lugareños, ya pocos, sobre mulos y burros; ver sobrevolar los buitres; oír cantar la chicharra y piar a los jilgueros, cardelinas, ruiseñores, petirrojos, aletillas, abubillas, aviones o vencejos, el zurear de las palomas  y por las cortas noches de verano, en el momento de los autillos, el acompañamiento con su ulular de las lechuzas, búhos y mochuelos.  Y es que hay cosas que ya no se ven, ni se escuchan, pero tienen esto, que es apasionante, porque un mundo que viene de la Edad Media no debe entrar de golpe en el siglo XXI y dejarnos llevar por la nostalgia. Seguro que después de sobrevivir esta experiencia no es necesario viajar al Rajastán a buscar palacios. Me quedo aquí para después ponerme a novelar. Esto es otro mundo: mágico, épico, donde se gana la libertad y donde se puede conseguir lo que parece imposible.

¡Oiga viajero, exclamó el mesero! Y si después de la siesta y al caer el atardecer nos diésemos un paseo para recordar y recuperar el paisaje espiritual de nuestra infancia y la memoria de las cosas; volver a escuchar voces amigas, recordar historias olvidadas y sumergirnos en el ayer no olvidándonos del hoy. Estoy preocupado, la balsa que ha de regar nuestros huertos está sobrante y habrá que darle salida al bocín. Allá voy.    

Texto y fotografías de La Medusa Paca. Copyright ©

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